Ella vestía siempre de negro, desde el calzado de tela y goma hasta el pañuelo en la cabeza.
La piel curtida y áspera, tanto en la cara como en las manos. Manos callosas, casi crujientes.
Los dos canastos de mimbre fresco colgando al lado de las caderas, de cada lado del cuerpo añoso. Y la voz ronca, como gastada de tanto grito, de calle en calle, todos los días. De lunes a lunes. María vendía.
Primero, temprano, cuando el cielo aún no se veía de tanto negro, iba al Molino a comprar harina. Luego volvía, siempre apurada a preparar la masa, a dejarla en reposo y a prender el fuego en el viejo horno de barro y magia.
Y así, sola su alma, amargo el gesto, María amasaba.
Cuando todo ya estaba listo, ella salía con los dos cestos rebosantes de mercancía que pregonaba:
-¡Vendo pasteles…tortitas fritas…bollos de azúcar!
Yo la esperaba.
Era tan rico el aroma de todo lo que vendía que aún lo recuerdo. Cierro los ojos y puedo verme junto a la vieja, a los canastos, a los pasteles. Puedo sentir que clavo los dientes en aquellos bollos espolvoreados. Aún hoy puedo sentir el tibio sabor y el perfume de esos manjares y también guardo en mis oídos el tono sordo, agotado del ofertorio.
Muchas veces volví a mi pueblo esperando verla vender sus tortas. Pero ya no hay nada de aquellos días. Ahora las calles huelen a piedra. María misma está en la piedra, en los recuerdos con sus aromas a masa dulce y delicada, hecha de pena aterciopelada. Hecha con el alma.
Cristina Kovacevic
Hermoso recuerdo y vívida descripción. Se saborea.
ResponderEliminarCasilda marca tus recuerdos, una manera hermosa de describir a esta mujer....bellisimo!!!!
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