Nuevo Taller

Todo nuevo:Horarios , días y temática. Lugar:Corrientes 328. Local 4. Días Martes 18hs Sábado a las 10 y posiblemente el viernes a las 18 para ¡principiantes!. En los dos primeros el motivo o línea conductora de este año será Cortázar . Junto a él iremos transitando los secretos de la escritura. Espero vuestra presencia y estimaré muchísimo su divulgación. Comenzamos el martes 11 de marzo a las 18.































viernes, 30 de abril de 2010

La muerte del autor

Envuelta en la lectura de Roland Barthes descubro ,en su libro El susurro del lenguaje[1], un título sugerente y provocador: La muerte del autor. A medida en que voy avanzando en sus páginas inevitablemente recuerdo lo que refiero a los que ingresan a mi taller de escritura: No esperen descubrir a sus compañeros a través de sus producciones, todo lo que se escriba en el taller será pura mentira; la palabra la tiene el Narrador, ustedes desaparecen para dejarle el lugar a él, así es como penetramos en el mundo de la ficción.

Vuelvo a Barthes: “La escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese lugar neutro, compuesto , oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto, el blanco -y negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe”. “Siempre ha sido así, sin duda: en cuanto un hecho pasa a ser relatado, (...) , sin mas función que el ejercicio del símbolo, se produce esa ruptura, la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura.

Lo leído me genera angustia. Pienso: No quiero ni me siento morir cuando acabo de escribir alguna de mis historias. Inmediatamente busco el alivio en otras voces, pero antes Barthes me sigue susurrando:...”La crítica aún consiste, la mayor parte de las veces, en decir que la obra de Baudelaire es el fracaso de Badaulaire como hombre; la de Van Gogh, su locura; la de Tchaikovsky, su vicio: la explicación de la obra se busca siempre en el que la ha producido, como si, a través de la alegoría más o menos transparente de la ficción, fuera, en definitiva, siempre, la voz de una sola y misma persona, el autor, la que estaría entregando sus confidencias”

No me tranquilizo cuando sigo avanzando en la lectura. Según Barthes, Mallarmé fue el primero en descubrir en Francia que es el lenguaje y no el autor, el que habla. Toda la poética de Mallarmé consiste en suprimir al autor en beneficio de la escritura (lo cual como se verá es devolverle el sitio al lector).

Aparece la palabra lector y al respecto leo: ...”un texto está formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras, establecen un diálogo, una parodia, una contestación ; pero existe un lugar en el que se recoge toda esa multiplicidad , y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el lector: el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas que constituyen la escritura, la unidad del texto no está en su origen sino en su destino, pero este destino ya no puede seguir siendo personal: el lector es un hombre sin historia, sin biografía, sin psicología; él es tan solo ese alguien que mantiene reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito.” Finaliza:...”sabemos que para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito: el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor “.

Me alejo de la silla que me soportaba como lectora y busco con urgencia al autor que calmará mi angustia. Él es Enrique Anderson Imbert. ¿Porqué él y no otro?. Cuando comencé esta nota hablé del narrador y recordé haber leído en su libro Teoría y técnica del cuento el desdoblamiento que se produce en el escritor de carne y hueso cuando se pone a escribir. Entonces deduzco que si es el narrador el responsable de lo escrito ¿por qué matar al autor?.

Busco presurosa en sus páginas y leo: “Para que una obra literaria exista alguien tiene que escribirla, alguien tiene que leerla. El escritor y el lector pueden ser la misma persona. Tal cosa ocurre cuando el escritor escribe su obra , la relee y luego la oculta o destruye para que nadie más le ponga los ojos encima. ... Por el contrario, la obra alcanza una existencia social cuando la persona del lector es diferente de la persona del escritor.”

Mas adelante agrega, ya confrontando sin disimulo con el autor mencionado al comienzo de mi escrito: “El cuentista es el perfecto lector del cuento que escribió. Al escribirlo le dio un sentido y él mismo lo confirma al leerse. Puede ocurrir que lectores menos privilegiados no descubran en el cuento ese sentido o le encuentren otros. ¿Quién tiene más autoridad? El autor, lógicamente. Sin embargo, algunos especialistas en Semiótica creen que son muy científicos cuando disminuyen la importancia al autor- Roland Barthes ha declarado - y en cambio aumenta la del lector, que vendría a convertirse en el centro virtual de todos los códigos literarios, con la función de probar con esos códigos la inteligibilidad de una obra como quien prueba que una cerradura se deja abrir con muchas llaves diferentes”

Repaso lo escrito en la pantalla como autora-lectora de esta reflexión. Siento que estas voces que se alzan son distintas miradas de un acto creativo en el cual el artista debe seguir con vida para gestar con las herramientas disponibles- narrador testigo protagonista u omnisciente- la obra que en definitiva será aceptada o no por el lector.

Buscando el final pacificador recuerdo a Nietzche cuando dijo: “Tenemos el arte para defendernos de la muerte”, entonces cierro la escritura con la convicción de que a pesar de Barthes hay que seguir creando para no morir

Rosi Mendicino, Enero 2004



[1] Roland Barthes, El susurro del lenguaje. Mas allá de la palabra y la escritura, Barcelona, Paidós,1987

jueves, 29 de abril de 2010

Inés


Era una conmoción. No porque sonara el timbre del teléfono, sino porque al atender y preguntar:

-¿Quién es?

Si quién contestaba decía Coco ahí sí se producía el sobresalto, el shock y entonces como una asonada, una revuelta, un tumulto, todos empezaban a correr buscando por toda la casa al grito de:

-¡Coco…Coco!

Todos detrás de la destinataria del llamado, Inés, quién también se sumaba, entonces, al jaleo hasta llegar ruborizada a atender la comunicación.

Coco, el compañero eterno. El condiscípulo, el amigo.

Juntos cursaron el Colegio Secundario. Juntos estudiaban, compartían tardes de barcitos y charlas eternas, de café con sacramentos o de chocolate con vainillas. Tardes de cine y de paseos por el parque.

De visitas.

Nada más.

Pero Inés y su familia siempre esperaban que Coco llegara a algo más: a declararle su amor, a pedir su mano a los padres para visitarla como novio, a proponerle casamiento.

Pero no.

Coco la invitaba a ver la última película estrenada, a escuchar a la Orquesta Filarmónica de Estrasburgo, al teatro, pero nada más.

Y así fueron pasando los años, esperando que Coco se anime, se decida, que concrete.

Pero no. Nunca. No.

Coco vivía con su mamá, los dos solos. Cuando él invitaba a Inés a pasar una velada de cena y televisión en su casa, siempre, era compartida por Marta, la mamá de él, siempre presente, los tres.

Cuando Coco e Inés estaban próximos a cumplir los cuarenta años, Marta enfermó gravemente y Coco, viendo como su madre empeoraba día a día, empezó a enfermarse también.

Marta murió una tarde helada de junio.

Coco no pudo sobreponerse, murió de pena, inmensamente deprimido, tres meses después, cuando septiembre, brillante y tibio, llenaba de colores los parques.

Inés hoy, muchos años después, se sobresalta cuando cree que suena el teléfono.

Cristina Kovacevic

miércoles, 14 de abril de 2010

LA FOTO

El edén es una creación divina que existe, en esa foto que adorna mi casa, la viste y enaltece de placeres delirantes.

El marco, no me sugiere expectativa, el contenido es incondicional.

Tiene un tamaño coloso, fue mi decisión al ampliarla.

La observo y la magia que irradia la ilumina de soles sin penumbras.

Me muestra un gigante escapado de un cuento maravilloso, y lo veo saboreando el almíbar que lo encumbre, y allí está, disfrazado de brisa, sujetando un capullo dorado que está comenzando a crecer.

Junto a ellos se posa una libélula que comienza a fortalecer sus alas en lenta metamorfosis.

Está inerte, en el lugar perfecto, esa foto, es el sonido de silencios indignos.

Lo real de mi utopía, el aire que oxigena un espacio confuso.

El cántaro donde bebo y me embriago de placeres prodigiosos.

En mi desvarío creo ver a Modigliani con su paleta y su risa dándole el toque final.

El álbum esta colmado, los cajones rebalsan, pero esta es mi preferida.

Cuando le afecte el paso de los años, y el gigante atraviese la foto, y el capullo dorado perfume mi vejez, vendrá mi libélula, me cargará en sus alas y me enseñará a volar.

Rita González

para mis nietos, Renzo, Dana y Lucas con todo mi amor

lunes, 12 de abril de 2010

Otoño

Ellos se sentaban en un banco de la “Plaza del mástil”, siempre en el mismo, frente a la Iglesia. Sólo cambiaba la hora en que lo hacían y eso dependía de la estación del año en que estaban, por eso la cita en otoño era a las tres de la tarde, y en el encuentro de hoy, hablaron de Lydia.

El viejo Pedro le decía a su amigo de lo débil y delgada que la había visto bajar del tren de las nueve de la noche, sola, sin que nadie la esperara y que parecía tan descompuesta que él pensó que se iba a caer desmayada ahí nomás, en el andén de la estación.

Anselmo le contó entonces que Lydia viajaba a la Capital, porque allí recibía un tratamiento que en el pueblo no se podía hacer, no tenían en el Hospital las máquinas donde, por horas, conectaban a las personas y le limpiaban toda la sangre del cuerpo.

Pero él, además, le contaba al otro viejo, que sabía el origen de la enfermedad de Lydia, que al contrario de lo que decían los médicos, ella se había enfermado de pena, y que él ya lo había pensado cuando no le auguró felicidades en el día de su casamiento, pues conocía muy bien a la persona con quién se casaba, sumamente violenta. Aseguraba también que había visto y oído muchas veces el maltrato a que era sometida por parte de su marido y que por eso, no le extrañaba que la tristeza del alma le enfermara el cuerpo y así se fuera deteriorando tanto.

Las campanas sonaron a entierro, ya se acercaba el cortejo. Los dos se ayudaron, mutuamente, a ponerse de pié, con esfuerzo y con gran pesar en sus rostros. Los dos habían conocido y querido a aquella muchacha.

Al quedar parados, se quitaron las boinas y bajaron lentamente sus cabezas, en señal de duelo.

Cristina Kovacevic

Casilda , plaza, fuente

domingo, 4 de abril de 2010

Después siguió la fiesta

Para que vean que además del placer literario también nos permitimos otros disfrutes

Ciclo de lectura para ocultos

El taller sale a la calle y se muestra para dejar de ser oculto como muestra el cartel. La de la foto es Malena, entrerriana ella, agasajando a los presentes con su texto Lunes infernal